La sangre se mezclaba con el agua helada de la regadera de mi oficina. Yo ahí, completamente desnuda, temblando bajo el chorro gélido en pleno invierno, llorando desconsolada, consumida por un estrés abrumador. Era mi último recurso para detener una hemorragia que llevaba casi una hora sin cesar. Ese momento, que debería haber sido un incidente físico breve, terminó simbolizando el colapso de un periodo que había consumido cada fibra de mi ser en un intento por sostener todo lo que pensé que había logrado hasta entonces.

Parecía estar a punto de alcanzar lo que siempre soñé: una vida con el «amor de mi vida», una empresa propia y floreciente, la profesión perfecta. Pero algo faltaba. Como un resorte comprimido al límite, algo se soltó de golpe, disparando todo en dirección contraria. Sin entender por qué, todo empezó a desmoronarse. Ese amor y esa vida, que habían sido el motor de todo, empezaron a alejarse, primero de forma sutil, luego con la frialdad de algo irreversible.

Mi primer instinto fue culparme: pensar que había fallado, que no era suficiente, que debía esforzarme más para llenar ese espacio que faltó para lograrlo. Así comenzó una batalla silenciosa y agotadora por sostener lo que se escapaba entre mis dedos. Fue mi cuerpo, al final, el que tuvo que poner el alto que yo no podía poner.

No era la primera vez que, al estar tan cerca de alcanzar un gran objetivo, o varios, todo se desmoronaba. Podía rastrear ese patrón en otros momentos de mi vida, aunque nunca con la intensidad de aquella ocasión. La emoción de estar cerca de lograr algo ya había comenzado a volverse amarga: una extraña paradoja en la que, si todo iba bien, pronto vendría la caída. Las metas ya casi a mi alcance parecían sabotearse solas, como si existiera una ley invisible que las volviera imposibles de concretar.

¿Existe realmente una ley que haga eso? Como economista, sé que el sistema tiene sus trampas: la desigualdad, la inmovilidad del ascensor social, la explotación laboral. Pero también sé que, como adultos de “clase media” con acceso a comida dos o tres veces al día, duchas de agua caliente, internet y tecnología de punta, a menudo tenemos más opciones de las que reconocemos. Entonces, ¿cuánto del peso que sentimos es realmente estructural y cuánto es un refugio que usamos para cegarnos ante factores más inmediatos y personales?

Si alguna vez has estado tan frustrado como yo en esa regadera, sabes cómo funciona: la felicidad y la plenitud nunca parecen durar mucho. Cada vez que finalmente nos sentimos orgullosos o desarrollamos confianza en el futuro, algo adverso aparece. A veces es una preocupación inesperada, algo que se instala de repente y ocupa todo nuestro espacio mental. Otras, es un incidente fuera de nuestro control que desbarata por completo nuestros planes o nos impide seguirlos.

Lo más desconcertante, sin embargo, es cuando somos nosotros mismos quienes lo arruinamos. Por algún impulso extraño e inexplicable, hacemos algo que va en contra de lo que valoramos, que sabotea nuestros propios sueños. Dejamos de ir al gimnasio, retomamos hábitos dañinos —como fumar—, nos refugiamos en atracones de comida o alcohol, o pasamos días en la cama, conscientes de que estamos desperdiciando tiempo. Y lo hacemos aún sabiendo que, al final, solo nos traerá culpa, vergüenza y una caída inevitable.

Como resultado, volvemos a la tierra —o mejor dicho, al lodo— de forma abrupta. Horas, días o, en el mejor de los casos, unos pocos meses después de que todo parecía ir bien, nos encontramos en un lugar familiar de miedo, ansiedad o decepción. Y esta escena se repite una y otra vez.

Piensa en esto: ¿cuántas veces te has preguntado, con brutal honestidad, «¿Por qué estoy haciendo esto que juré no volver a hacer?»? Desde cosas cotidianas —como fumar, tomar alcohol, comer chatarra o quedarte en la cama sabiendo todo lo que tienes por hacer— hasta decisiones mucho más importantes: postergar ese proyecto que podría cambiar tu vida o aferrarte a una relación que sabes que te hace daño.

La mayoría de las personas no llega muy lejos con esa reflexión. Nos conformamos con las excusas que hemos ensayado una y otra vez: “me da miedo”, “no tengo tiempo/dinero”, “no sé cómo hacerlo”. Aunque algunas razones podrían tener cierto peso, pocas veces miramos más allá y nos atrevemos a enfrentar lo incómodo: ese guion inconsciente que seguimos escribiendo sin darnos cuenta. Ese patrón que nos mantiene atrapados en las mismas decisiones, los mismos errores, el mismo dolor.

Quizá aquí pierda a la mitad de los lectores, pero te aseguro que al final encontrarás respuestas que podrían cambiar la forma en que entiendes tu comportamiento. Así que continúa, aunque duela. Yo voy contigo.

Imagina que tienes cinco años. Es un día cualquiera. Estás en casa, jugando con tus juguetes mientras escuchas las voces de los adultos a tu alrededor. No entiendes del todo lo que dicen, pero algo en su tono te inquieta. De pronto, tu madre se acerca, toma su bolso y te dice: “Voy a salir. Te quedas con tu tía. ¡Te portas bien! Si me entero de que te portaste mal, no regreso por ti, eh”.

No parece algo serio. Antes ha dicho cosas similares: “Si te portas mal, te dejo aquí en la calle”, “si te portas mal, te va a llevar ese señor”, “si haces berrinche, me voy sin ti”. Haces el esfuerzo de portarte bien, y ella siempre vuelve. Esta vez, se despide apresuradamente y sale por la puerta. Al principio piensas que regresará en un rato, como siempre, pero no lo hace. Pasan los días, y lo único que entiendes es que está en el hospital. Nadie te explica nada más.

Y entonces, un par de semanas después, la noticia cae como una roca: “Tu mamá se fue, y ya no va a regresar”. Esta vez, se fue para siempre.

Tu mente de niño, que lo vive todo desde una perspectiva absolutamente egocéntrica, como cualquier niño de esa edad, embona las piezas de forma cruel y distorsionada: “Si se fue, es porque me porté mal”.

A partir de ese día, tu mundo cambia. Quieres asegurarte de que nadie más se vaya y te deje. Haces todo lo posible para ser el niño perfecto: obtienes las mejores calificaciones, mantienes el uniforme impecable, los zapatos brillando. Ayudas en casa, haces todo lo que te piden, pero, aunque lo haces todo bien, esa sensación de vacío no desaparece. En tu interior, sigues creyendo que fuiste un niño malo y que, por eso, tu mamá no volvió.

Como adultos, entendemos que el niño nada tuvo que ver con la situación. Sin embargo, un niño se adjudica los problemas de su entorno porque no tiene la capacidad crítica para entender que aquellos responsables de su bienestar también cometen errores, mienten, abusan de su ingenuidad y dependencia, muchas veces sin quererlo. Así, lo malo se convierte automáticamente en algo intrínseco a sí mismo, porque no tiene herramientas para asignar la responsabilidad a quien realmente corresponde.

Viviendo como alguien «abandonado», creces, pero esa idea permanece contigo, aunque ni siquiera lo notes. Cada vez que te sientes demasiado cercano a alguien, algo dentro de ti grita: “¡No me dejes! ¿Qué tengo que hacer para que no te vayas? ¿Qué me haría ser bueno?”. El abandono entonces duele como ninguna otra cosa, así que lo evitas a toda costa. Construyes barreras. Si alguien se muestra frío, tú eres más frío. Si alguien te falla, cortas la relación para siempre. No les das oportunidad de abandonarte; prefieres ser tú quien siempre se vaya primero.

Esto no ocurre solo con parejas, también se extiende a situaciones familiares y laborales. Por ejemplo, renuncias al trabajo en cuanto sospechas que podrían despedirte, o buscas insistentemente la aprobación de compañeros o jefes aunque en el fondo desconfíes de ellos. Esto dificulta la creación de lazos laborales genuinos, y condiciona tu satisfacción al reconocimiento de aquellos con quienes no logras conectar. Luego, en esas noches solitarias, te preguntas por qué, si haces todo bien, sigues sintiéndote solo, sin poder crecer o encontrar a alguien que genuinamente te ame, sin la necesidad de demostrar tu valor a cada paso. Aunque anhelas una conexión real, no te la puedes permitir por el riesgo que implica.

Tal vez tu historia no sea exactamente esta, pero los autoconceptos adoptan muchas formas: el tonto, la fea, el incapaz, la dependiente… Todos comparten ese mismo guion vital que nos lleva a luchar desesperadamente por ser percibidos de forma opuesta a cómo nos percibimos a nosotros mismos, como buscando compensar.

¿Qué historia te estás contando sobre tu vida? ¿Puedes recordar un momento en el que decidiste quién eras? ¿Qué crees profundamente sobre ti, pero que escondes para que nadie lo descubra, o lo sobre compensas para ni tú notarlo?

En psicología, a esto se le llama «autoconcepto». No siempre se instala de forma tan abrupta como en el ejemplo anterior; a menudo, es consecuencia de una acumulación de pequeños eventos que generan un trauma menor. Es la repetición constante lo que termina ejecutando esa invasión mental y emocional.

Por ejemplo, un niño al que constantemente le dicen que es tonto. Cada error que comete se acompaña de frases como: «¡Te estoy diciendo que así no se hace, eres un tonto!». Al principio, puede que no asuma nada especial, pero un día, uno de esos comentarios le duele más de lo normal. En ese momento, entiende lo que hizo mal y asume que no fue solo un error, sino una confirmación de que su padre tenía razón: es tonto, siempre lo ha sido. Una vez asumido el papel, todo serán reafirmaciones.

Cada autoconcepto se instala de maneras diferentes, a través de eventos distintos y en diversas iteraciones. Sin embargo, siempre es consecuencia de la negligencia de los formadores, quienes deberían ayudar al niño a comprender lo que realmente ocurre. Esta negligencia puede manifestarse en forma de golpes, palabras hirientes o simples descuidos. No siempre es intencional, pero sí tiene consecuencias contundentes en una mente indefensa.

Al final, seguimos actuando un guion que no escribimos, pero que nos fue impuesto. Nos contamos historias sobre quiénes somos: «No soy suficiente», «siempre fallo», «algo en mí está roto». Historias que nos atan y nos hacen retroceder justo cuando estamos a punto de alcanzar lo que deseamos.

Lo más cruel no es que esas historias existan, ¡sino que las seguimos creyendo! Nos aferramos a ellas como si fueran la única verdad, como si no hubiera otra forma de vivir. Y tiene sentido: muchas veces ese papel nos lo impusieron antes de que pudiéramos si quiera cuestionarlo. Se instaló como una «configuración predeterminada», como si fuera parte de nosotros. Pero no lo es.

Aunque requiere valentía y paciencia, podemos reconocerlo. No necesitas tener todas las respuestas ahora mismo. Solo mírate al espejo y pregúntate: ¿Qué historia me estoy contando? ¿Qué gano actuando así?. La respuesta no llegará de inmediato, pero con cada pregunta empezarás a distinguir que ese guion no es realmente tuyo.

Este acto puede terminar aquí, si lo decides. No será sencillo ni rápido, pero es posible. Será incómodo, incluso doloroso. Pero aquí está el truco: una vez que ves el guion, ya no puedes “desverlo”. Y aunque desmontarlo sea una tarea titánica, cada acto de consciencia es un golpe contra esas escenas repetitivas.

Te conviertes en el director, capaz de observar la obra completa, de decidir qué queda, qué cambia y qué se borra por completo. Puede que no cambies el mundo, pero podrías cambiar tu propia vida. A veces, eso es suficiente, y otras veces es solo el comienzo de una reacción en cadena que nos libera de todas las narrativas y papeles que nos fueron impuestos no solo como individuos, sino como sociedad.